Lucas Hyde es camionero. Sophie Cohen, su compañera de ruta, también. Un día, cuando regresan a Los Angeles después de librar un cargamento en Jacksonville, la emisora de radio les transmite una angustiosa llamada de socorro.
Melville Benoit, al volante de un espectacular Camaro, afirma ser víctima de una maldición que le condena a no detenerse si no quiere morir. Melville pide una proeza: que alguien esté dispuesto a repostar su camión en marcha.
Lucas y Sophie están acostumbrados a los lunáticos y a los solitarios, a los apostadores y a los dopados que viven en la carretera, y éste les parece un charlatán que combate la soledad cotorreando con todo bicho viviente que se encuentre frente a un volante en doscientos kilómetros a la redonda.
Su primer error consiste en seguirle la corriente, pues, aunque no cabe duda de que está loco, el terror de la voz de este hombre parece real y ambos acaban conmovidos.
El segundo error consiste en querer hacer algo por él, aunque sea para tranquilizarle. Ninguno de los dos está preparado para este extraño encuentro con un camión que parece ciertamente poseído.
Lucas hubiera jurado que las maldiciones no existen.
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